“No hay Nada importante
que no se haya logrado sin entusiasmo”
(Ralph Waldo Emerson)
¿En qué medida la motivación
y la sorpresa hacen más significativa una experiencia de aprendizaje en un aula
de clase?
Hace unos días, conversaba con un grupo de colegas sobre la
importancia de motivar a los estudiantes para que consigan sus objetivos. Uno
de ellos me decía que siempre les recordaba a sus chicos que sean alguien en la
vida. Recuerdo mucho esa frase, “tienes que ser alguien en la vida”, mi madre
siempre señalaba esto cuando nos veía “perdiendo el tiempo” en la calle. Hoy
escucho esta frase y pienso qué representaba ser alguien para ella, y me pongo
en el lugar de los adolescentes que escuchan esta frase sin saber qué
responder, pues estoy convencido que ellos – al igual que yo hace muchos años –
no saben que es “ser alguien en la vida”.
Es importante saber que uno de los elementos cruciales del aprendizaje
es la motivación, cuando este no existe, difícilmente los estudiantes aprenden.
Sin embargo, la motivación no es solo alentar a que aprendan una materia que
para ellos resulta ajena y distante. Es intervenir en su estado de ánimo para
generar expectativa y necesidad individual – más allá de los campos temáticos- de que en su aventura individual se vean
invitados a descubrir qué es lo que los apasiona, y aprendan a conectarse en
función a esa motivación intrínseca,
y dejen de depender de la motivación
extrínseca que impulsa cada docente en sus clases.
La motivación es la chispa que mueve el motor del aprendizaje, la
motivación es la que sostiene todo el proceso de enseñanza y aprendizaje,
porque aun cuando se enseña se está aprendiendo. Pero no se trata de motivar
por motivar. Los docentes cometemos el error de motivar a los estudiantes con
los contenidos de nuestros cursos; y, aunque este elemento es válido y
funciona, no es consistente ni continuo.
En algún momento los estudiantes mostrarán el desgaste y se frustrarán
frente a los fracasos que surjan. En cambio, sorprenderlos con procedimientos
para que aborden contenidos, estrategias para que investiguen determinados
campos de su interés, resultará mucho más efectivo para ellos.
En este sentido es que debemos ayudar a los estudiantes a encontrar
esa motivación, debemos llevarlos al plano de los objetivos. Qué propósito
tiene lo que está haciendo, cuál es el sentido que lo lleva a realizarlo. Esa
relación entre los objetivos y los motivos se convierten en la combustión que
mantiene su flama elevada. Llegará el momento en que ellos construyan sus
propios elementos motivacionales. Cuando esto ocurre decimos que la curiosidad
y el descubrimiento de lo nuevo lo están llevando a la autorrealización.
Debemos procurar que la motivación
extrínseca que impregnamos en nuestro quehacer para la construcción del
conocimiento, en cada uno de ellos se traslade al plano interno y se genere el
interés voluntario – no condicionado para que continúe su camino. Sostener el
elemento incentivo – recompensa en el proceso de enseñanza aprendizaje nos
llevará en algún momento a la indiferencia y superficialidad académica en
ellos. La calificación es necesaria, pero no debe ser el canal principal para
el desarrollo de los aprendizajes. El profesor debe
sumar siempre elementos que generen el interés, sorprender con estrategias,
herramientas, recursos diversos que capturen al estudiante; pero, nada de esto
servirá si no logramos despertar un auténtico interés individual (motivación
que parta de sí mismo).
Ahora bien, la motivación y la sorpresa no son exclusivas o privativas
de la labor docente. Los estudiantes deben aportar permanentemente en este
campo. Por ejemplo, la cooperación en la construcción del aprendizaje (o método
de aprendizaje cooperativo), resulta altamente satisfactorio, se pueden
compartir experiencias de éxito, pero también de fracaso. El error como
oportunidad para aprender entre ellos mismos, debería constituirse en un
desafío de superación, y no de simple frustración. Sin embargo, nuestra cultura
docente expresa hasta ahora un inadecuado tratamiento del error, reduciéndolo a
fracaso, sanción, punición, o desaprobación. En la medida en que respetemos ese
fracaso, haya un tratamiento justo, y personalizado de cada acierto o
desacierto, en ese momento impulsaremos ese hálito que los lleve a atreverse y
desafiar sin temor, a la observación descalificadora que aun damos los adultos
a muchos retos escolares.
La experiencia docente nos dice que esto los ayudará a ser ellos
mismos, a asumir su propia personalidad e identidad. Les permitirá lograr el
equilibrio entre el impulso y la frustración frente a sus facultades
intelectuales.
Por ello resulta crucial generar siempre el asombro en ellos.
Sorprenderlos llevará a que busquen por su cuenta nuevas experiencias de
aprendizaje, que no necesariamente estarán vinculadas a nuestra materia de
enseñanza; pero, honestamente, a quién le importa que aprenda nuestra materia
si acaso tenemos frente a nosotros a un futuro médico o ingeniero y nosotros
enseñamos historia o literatura. Debemos preocuparnos por brindarles
habilidades para se desarrollen ellos mismos, y no limitarlos a nuestras
competencias (o incompetencias), para que hagan lo que nosotros queremos que
hagan, creyendo qué es lo mejor para ellos.
Motivar y sorprender en el proceso de aprendizaje resultan cruciales
para conectar con ellos, buscar una
motivación pertinente y focalizada, llevada con elementos que sorprendan en el
proceso y fuera de este, que fortalezca el interés en cuestiones propias de los
estudiantes. En el mismo sentido, las pseudo motivaciones, la rutina, la
monotonía pedagógica, y el escaso o nulo empleo de herramientas y elementos
propios del entorno de las personas a las que llegamos, generará desinterés,
desmotivación, aburrimiento y en consecuencia desconexión total. Despertar
interés auténtico en potenciales artistas, investigadores, y seres humanos que
asuman responsabilidades consigo mismos y con otros, y que sean capaces de
automotivarse, impulsarse o movilizarse en un mundo difícil y exigente como el
actual.