lunes, 24 de septiembre de 2018

LA VOCACIÓN Y LA MOTIVACIÓN EN EL QUEHACER DOCENTE


“Es notable la capacidad que tiene la experiencia pedagógica para despertar,
estimular y desarrollar en nosotros el gusto de querer bien y el gusto
de la alegría sin la cual la práctica educativa pierde el sentido” 
Paulo Freire

Usualmente en las clases que imparto, narro a mis estudiantes las experiencias que he tenido con distintas personas (profesionales o no) para explicarles que uno puede ser exitoso si logra descubrir su propósito, si logra descubrir su vocación; pero, además, si está motivado a sostenerse en el espacio que está eligiendo. Ellos siempre terminan preguntando por qué me gusta enseñar de la forma que lo hago y por qué no todos los docentes hacen lo mismo. Parece sencillo de responder; sin embargo, podemos encontrar múltiples respuestas. ¿Qué hace que algunos maestros sean tan apasionados en sus clases? ¿Qué hace que algunos maestros no logren conectarse con sus estudiantes? Considero que las respuestas a ambas preguntas están en la vocación y la motivación         que nos mueven diariamente.
Es cierto que la inclinación o interés hacia un determinado oficio o profesión hacen que definamos nuestro perfil y destaquemos nuestras aptitudes y capacidades orientadas a la opción que hemos elegido casi de manera natural. La vocación docente, por ello, nos lleva a brindarnos en busca de la mejora social, la comprensión y la paciencia con nuestros estudiantes, el amor mismo a nuestra condición humana. Es nuestra vocación la que nos lleva a convertir los errores en experiencias de aprendizaje, de convertir el traspié en el estímulo para alcanzar el éxito, de escuchar el error para volver a explicar sin juzgar sino valorar la acción. Es la vocación la que nos lleva a andar y desandar, a lograr el respeto en el silencio y el bullicio, entre otras cuestiones más.
Ahora bien, la motivación es el sostenimiento de todos los estímulos posibles para llevar a cabo nuestra labor cotidiana; es esa satisfacción que encontramos en los pequeños detalles que rodean nuestra cotidianeidad, intrínsecas o extrínsecas, propias o ajenas, pero motivación al fin.  Es la motivación la que nos sostiene en un abrazo con los colegas, en la sonrisa de los estudiantes, en la mirada tierna del desconocimiento, en la sorpresa del aprendizaje logrado. Es esa misma motivación la que nos lleva a estar actualizados, a vincularnos en las diversas formas de enseñar y aprender, a exigirnos como profesionales, a satisfacer nuestras ambiciones y pretensiones personales.
Debemos recordar también que la mejora constante, el reconocimiento y la inducción, el estímulo y las recompensas ayudan a sostener esta motivación en el quehacer diario. Lograr el estado de bienestar en el ambiente laboral permite mejorar el rendimiento y la capacidad creativa en el personal docente; es decir, la conexión y vinculación con la empresa empleadora se hacen más fáciles y efectivas. La visión de los superiores, las oficinas de recursos humanos o los departamentos de psicología ayudan en este sentido.
La fórmula es compleja, los resultados son diversos; es por ello que encontramos diversos perfiles docentes, variados maestros de aula, y en la variedad y diversidad es que debemos aprender a movernos. Podemos encontrar a un maestro de vocación que no ha sido motivado en su centro laboral o cuyo estado emocional no es el óptimo y pueda acaso creerse que no sea un buen profesor. Caso contrario, puede encontrarse con un docente que recibe permanentemente motivación y estímulos, pero tiene un nivel de vocación reducido o limitado generando un espejismo en su desempeño diario. O, en el extremo de los casos, algunos ven en la docencia, una salida laboral que les garantiza un ingreso regular y acceso a determinados beneficios que –en nuestro país- se alcanzan con mayor facilidad que en otras profesiones.
Decirnos apóstoles de la educación, en pleno siglo XXI, es un eufemismo que debemos desterrar de nuestro quehacer. Como docentes de vocación y motivados, debemos entender que no existen barreras para profesionalizarnos y alcanzar estándares de calidad en el espacio en el que nos desarrollamos. Decir que sólo somos facilitadores es una verdad a medias pues también somos investigadores, que, en la probidad académica, brindamos información de calidad a los estudiantes. Somos seres de excelencia pues requerimos inteligencia y precisión para destacar la individualidad para potenciar el trabajo colaborativo y cooperativo. Lograr estos estándares de calidad nos permiten ser buenos maestros, no sólo apóstoles de la educación.
Si por vocación elegimos ser maestros; entonces, debemos estar preparados para motivarnos diariamente y pensar en que si sonreímos lograremos arrancar una sonrisa en nuestros colegas y estudiantes. Debemos entender que, si somos apasionados, transmitiremos pasión en las personas que nos rodean; si somos buenos comunicadores y gestores de nuestro conocimiento, promoveremos también estas habilidades en los estudiantes y profesores de nuestros círculos. La pasión, tarde o temprano, promueve pasión.

domingo, 16 de septiembre de 2018

EL RIGOR ACADÉMICO EN EL PROCESO DE ENSEÑANZA - APRENDIZAJE


 Muchas veces nos hemos sorprendido y hasta burlado por el nivel de respuestas que brindan nuestros estudiantes en las diversas pruebas y documentos que requerimos para evaluar sus procesos de aprendizaje. Sin embargo, pocas veces hemos reparado que esa rigurosidad y convencionalidad de sus respuestas están sujetas a los modelos que reciben en las sesiones que impartimos, en las prácticas cotidianas del hogar, en el entorno que los rodea (medios de comunicación y redes sociales); posiblemente, si lo hiciéramos, de la sorpresa pasaríamos a la consternación por ser parte de un problema que debemos abordar de manera más efectiva.
¿En qué medida somos responsables del rigor académico que presentan las respuestas de nuestros estudiantes? La pregunta se cae de madura pues si enseñamos a los estudiantes a responder con propiedad, empleando fuentes confiables y de manera pertinente, respetando alguna convencionalidad y respetando la autoría de la información que mostramos, habremos dado un gran paso. Para ello, sin embargo, debemos empezar por nosotros mismos.
En la actualidad, la mayoría de maestros emplea imágenes en sus diapositivas sin respetar los derechos de autor (no señalan el origen de la imagen); se colocan frases y pensamientos sin respetar convenciones de citado o parafraseado; incluso, no se colocan las fuentes empleadas en el tema trabajado. Todo lo señalado anteriormente no hace sino evidenciar la escasa o nula probidad académica que presentan nuestras sesiones, diapositivas, instrumentos de evaluación utilizados, etc.
Los medios de comunicación (en todas sus formas) hacen poco esfuerzo en citar las fuentes cuando desarrollan algún tipo de información. Peor aún, en las redes sociales circulan textos e imágenes con frases que no necesariamente son ciertas y se comparten con la misma facilidad con que se respira; salvo honrosas excepciones que verifican la autenticidad de la información, muchas veces hemos participado en la difusión de noticias falsas o desactualizadas pues no reparamos en la verificación de la fuente, en la revisión pertinente del texto, en la confiabilidad de la fuente.
Nuestra responsabilidad en este sentido, es grande. Si como docentes, sin importar la asignatura que impartimos, nos preocupáramos en brindar sesiones empleando citas textuales, parafraseando autores respetables en la materia que tratamos, evaluando la calidad de la información que presentamos, certificando con algún instrumento de medición la autenticidad de la información, contrastando la información con otras fuentes, respetando la autoría de los textos que empleamos; estoy convencido, lograremos que los estudiantes, de manera progresiva, se sumerjan en el maravilloso mundo de la rigurosidad académica para desarrollar sus ideas y conceptos.
Como docentes, debemos preocuparnos por agenciar de herramientas para que ellos puedan alcanzar estándares de rigurosidad que los lleven por el camino de la probidad académica. En cada uno de los niveles, desde inicial hasta secundaria, deberíamos preocuparnos por aportar en este camino. Un pequeño de educación inicial, no sabrá escribir, pero si podrá mencionar de dónde obtuvo la información y cómo la obtuvo. Un niño de cuarto o quinto grado de primaria tranquilamente puede mencionar el origen de la fuente que está empleando. Un adolescente de quinto de secundaria estará en la capacidad de señalar desde el origen hasta el valor y las limitaciones de la fuente empleada para su proyecto de ciencias o para la exposición de comunicación.
En estos días de facilismo académico y relajo (descuido) en la rigurosidad de la información que manejamos, aportaríamos en gran medida proporcionando estrategias y herramientas para que nuestros estudiantes tengan la oportunidad de mejorar el pensamiento crítico, la oralidad y el discurso cotidiano con la consecuente mejora de la ciudadanía activa-participativa que tanta falta hace en estos tiempos de frustración y desencanto con nuestra realidad nacional.

domingo, 2 de septiembre de 2018

EL ERROR EN EL APRENDIZAJE



“Las personas no son recordadas por el número de veces que fracasan,
sino por el número de veces que tienen éxito”
Thomas Alva Edison

Durante estos años, hemos escuchado con suma frecuencia frases como “ellos son estudiantes del siglo XXI“o algunas otras como “debemos educar para el siglo XXI”; sin embargo, pocos tenemos claro el concepto de estudiante del siglo XXI o enseñanza del siglo XXI. Peor aún, seguimos diciendo o escuchando estas frases como si faltara mucho tiempo para llegar y pocas veces caemos en la cuenta de que hace casi dos décadas que estamos en un nuevo siglo.
Una de las particularidades que muestra el estudiante del siglo XXI es su relación frente al error en el proceso de enseñanza aprendizaje. Mientras que en el sistema tradicional – que aún se mantiene- existe un modo correcto de hacer las cosas y cualquier otra alternativa es vista como incorrecta o hasta como un error; el estudiante de este siglo no conoce un modo correcto de hacer las cosas, sino que, postula diversas posibilidades para llegar al objetivo planteado.
La educación tradicional ve en el error la condición de fracaso y sanción, genera decepción en el responsable y genera un temor recurrente para hacer cosas distintas o novedosas para resolver problemas pues –frente al fracaso- temen ser señalados y castigados por las equivocaciones cometidas. La intransigencia para aceptar nuevas formas de abordar los problemas o la intimidación y descalificación que transmitimos los docentes ante las equivocaciones de nuestros estudiantes terminan por consolidar una conducta pasiva, poco expresiva y desmotivadora frente a la oportunidad de aprender
En cambio, la educación de nuestros días ve en el error la oportunidad de motivar y atraer la curiosidad para explorar nuevas posibilidades para desarrollar las habilidades de los estudiantes y experimentar a partir de los resultados que se han obtenido. Es más, si consideramos el elemento de la estimulación y el reconocimiento sumado a la metacognición bien llevada y efectiva; lograremos que los errores se conviertan en experiencias de aprendizaje mucho más significativas que las clases magistrales que podemos brindar los docentes a partir de nuestras competencias, pero desconectadas de los intereses y motivaciones personales en cada estudiante.
Aprender del error implica además una nueva forma de ver la educación. Debemos tener una mentalidad abierta y paciente para entender todo tipo de respuestas en nuestros estudiantes. A partir de ellas, saber motivarlos y sostener la autoestima individual y colectivamente para que la frustración ante el fracaso esté controlada y se promueva esa chispa interna que los lleve a no renunciar hasta alcanzar el éxito. Es muy fácil renunciar al proceso y facilitar las respuestas o procedimientos “correctos” que nosotros tenemos como docentes. Nuestro reto está en ser pacientes para cada uno de sus logros, ser honestos en el aliento que brindemos para que sientan el apoyo y pierdan el miedo a equivocarse. Si ellos descubren el error, posiblemente se motiven a superarlos; si nosotros indicamos el error, es muy probable que ellos renuncien para no equivocarse.
Cuando el estudiante reconoce su error, revisa los procesos seguidos, evalúa los métodos y recursos empleados. En buena cuenta, promueve aprendizajes autónomos, generan conciencia plena para la corrección de sus equivocaciones y establece plazos y metas concretas para los próximos resultados.  Vale decir que, reconocer e identificar errores los llevará a problematizar eventos, casos, situaciones; esta problematización será la vía para la investigación y si se suma una adecuada reflexión, se estará desarrollando el pensamiento crítico en ellos, en la construcción de su propio saber, de un saber sumamente significativo.

Los docentes del siglo XXI tenemos un reto en este sentido. Debemos convertir el error en una experiencia de enseñanza aprendizaje. Todos cometemos errores; pero no basta con cometerlos, muchas veces de manera recurrente y permisiva; sino que, debemos convertirlos en el punto de partida de un proceso que  lleve a la resolución de problemas, que los lleve al cuestionamiento permanente y a considerar que no todo tendrá solución o respuesta, considerar que la cooperación puede ser crucial para mejorar sus procesos, entender que equivocarse los llevará a reinventarse y encontrar nuevos caminos para la verdad que para muchos de nosotros es única y lineal.
Tenemos entonces, un gran reto como docentes. Tenemos que cambiar los actos de juzgar y castigar por evaluar y motivar; criticar buscando el crecimiento del aprendizaje y no descalificando la ignorancia o escasa información en determinadas materias o situaciones. El camino es largo, los resultados son lentos; pero, debemos empezar ahora si realmente queremos ser docentes educando para este siglo.