La relación que se entabla en la tarea educativa difícilmente puede reducirse a la transmisión de conocimientos, por exactos y hondos que estos sean. Antes que ello, se trata de una relación cargada de moralidad y afecto. Sin estos, sin un contenido ético y de amor, toda acción educativa estará abocada al fracaso y toda vocación docente se dirigirá a la frustración.
Y si la tarea de educar es comprometerse en una relación afectiva, es claro que ella no puede ser, en esencia, sino un acto de reconocimiento. Es una relación humana en la cual el maestro regala reconocimiento y abre vías para el autorreconocimiento, y todo ello ocurre desde las instancias básicas de nuestra interacción con los demás, comenzando por aquella que ciertos pensadores fundamentales encuentran en la mirada.
«La salvación está en la mirada», señala Simone Weil, y esa es una idea que podemos hallar también en Emmanuel Lévinas. Salvación, ¿de qué? En la relación educativa, se trata de salvarse una y otra vez de la deformación técnica de la enseñanza, de la degradación de la vocación en simple acto contractual, de la imperceptible fusión de cada estudiante en una masa anónima y sin rostro. La mirada dada y recibida particulariza, salva lo que hay de vida en el acto de educar, lo protege de la rutina, del imperio de los procedimientos, de la fuerza neutralizadora del método.
Esa mirada que constituye camino de reconocimiento tiene, además, en un país como el nuestro, otra imperiosa función: la de salvarnos de esas terribles lacras de nuestra vida colectiva como son la marginación, la discriminación, el racismo, la reproducción de un mundo de privilegiados y excluidos. Esos lastres se encuentran enraizados también, desde hace mucho tiempo, en nuestro sistema educativo, en sus prácticas y hábitos, así como en su propia organización institucional. Y frente a la fuerza en apariencia invencible de lo que está escrito en nuestro proceso histórico, solo se puede levantar, una vez más, la mirada de sujetos libres: el maestro tiene que escoger una mirada distinta, independiente de lo que su ambiente le manda, dirigida al encuentro y el diálogo y no a la clasificación, que es manía propia de una sociedad de castas. Esa mirada salva y lo salva. Esa mirada libre de prejuicios, que ve en el corazón de cada niño un fin absoluto, puede ser, al fin y al cabo, todo lo que el maestro debe saber.
Ser maestro es practicar y enseñar esa piedad que nos conduce a la sublevación moral; es abrirse uno mismo, y ayudar a los demás a abrirse, a ese dolor que nos hace actuar. Esta educación para la compasión va a contracorriente de concepciones más estrechas que privilegian u otorgan exclusividad a la transmisión de saberes específicos y que, al así hacerlo, dejan de lado la ética como contenido y forma, sustancia y medio, de la educación. Esos modelos de enseñanza se colocan, finalmente, al margen del mundo; optan por la ignorancia en su sentido más radical.
De más está decir que esta consideración sobre el necesario papel de la ética dentro de la actividad educativa está destinada a resonar poderosa y críticamente sobre el estado del Perú de nuestros días. Gobernar debería ser, también, educar: educar para el civismo, educar para el respeto mutuo, educar, ya ha sido dicho, para la compasión. Y si ello es o debiera ser así, queda claro que los gobernantes que el Perú ha tenido desde hace décadas han sido más bien, en su mayoría, paradigmas del antimaestro: soberbios y frívolos frente al dolor de los humildes, manipuladores y maquiavélicos en grado extremo, protectores cuando no agentes activos de la corrupción.
Si los gobernantes autoritarios y corruptos que hemos tenido en décadas recientes representan al antimaestro, el educador genuino se debe erigir, más bien, en un antidictador: es quien de modo permanente somete a crítica su autoridad y que paso a paso está preocupado de no atropellar los derechos y las autonomías ajenas. Busca la transformación de los corazones y la germinación de una cierta generosidad y, sobre todo, está siempre dispuesto a aprender de aquellos a quienes enseña e, incluso, de aquellos a quienes todavía no ha encontrado en el camino de la enseñanza.
Tenemos la necesidad de recuperar el hecho ético de la educación, una educación cuyo mejor fruto sea sembrar en los niños peruanos el deseo de vivir y de prepararse para una vida buena. Pero ello requiere una reconstrucción de nuestro mundo moral, una revuelta ética que ha de realizarse desde las conciencias individuales. El maestro es un formador de seres éticos, y es un formador de ciudadanos: seres morales, libres, abiertos a la compasión y al respeto.
IMPORTANTE: la nota fue publicada en el diario LA REPÚBLICA del 11 de diciembre (http://www.larepublica.pe/columnistas/desde-las-aulas/la-educacion-como-hecho-etico-11-12-2011)
No hay comentarios:
Publicar un comentario