Muchas veces nos hemos sorprendido y hasta
burlado por el nivel de respuestas que brindan nuestros estudiantes en las
diversas pruebas y documentos que requerimos para evaluar sus procesos de aprendizaje.
Sin embargo, pocas veces hemos reparado que esa rigurosidad y convencionalidad
de sus respuestas están sujetas a los modelos que reciben en las sesiones que
impartimos, en las prácticas cotidianas del hogar, en el entorno que los rodea
(medios de comunicación y redes sociales); posiblemente, si lo hiciéramos, de
la sorpresa pasaríamos a la consternación por ser parte de un problema que
debemos abordar de manera más efectiva.
¿En qué medida somos responsables
del rigor académico que presentan las respuestas de nuestros estudiantes? La
pregunta se cae de madura pues si enseñamos a los estudiantes a responder con
propiedad, empleando fuentes confiables y de manera pertinente, respetando
alguna convencionalidad y respetando la autoría de la información que
mostramos, habremos dado un gran paso. Para ello, sin embargo, debemos empezar
por nosotros mismos.
En la actualidad, la mayoría de
maestros emplea imágenes en sus diapositivas sin respetar los derechos de autor
(no señalan el origen de la imagen); se colocan frases y pensamientos sin
respetar convenciones de citado o parafraseado; incluso, no se colocan las
fuentes empleadas en el tema trabajado. Todo lo señalado anteriormente no hace
sino evidenciar la escasa o nula probidad académica que presentan nuestras
sesiones, diapositivas, instrumentos de evaluación utilizados, etc.
Los medios de comunicación (en
todas sus formas) hacen poco esfuerzo en citar las fuentes cuando desarrollan
algún tipo de información. Peor aún, en las redes sociales circulan textos e
imágenes con frases que no necesariamente son ciertas y se comparten con la
misma facilidad con que se respira; salvo honrosas excepciones que verifican la
autenticidad de la información, muchas veces hemos participado en la difusión
de noticias falsas o desactualizadas pues no reparamos en la verificación de la
fuente, en la revisión pertinente del texto, en la confiabilidad de la fuente.
Nuestra responsabilidad en este
sentido, es grande. Si como docentes, sin importar la asignatura que
impartimos, nos preocupáramos en brindar sesiones empleando citas textuales,
parafraseando autores respetables en la materia que tratamos, evaluando la
calidad de la información que presentamos, certificando con algún instrumento de
medición la autenticidad de la información, contrastando la información con
otras fuentes, respetando la autoría de los textos que empleamos; estoy
convencido, lograremos que los estudiantes, de manera progresiva, se sumerjan
en el maravilloso mundo de la rigurosidad académica para desarrollar sus ideas
y conceptos.
Como docentes, debemos
preocuparnos por agenciar de herramientas para que ellos puedan alcanzar
estándares de rigurosidad que los lleven por el camino de la probidad
académica. En cada uno de los niveles, desde inicial hasta secundaria,
deberíamos preocuparnos por aportar en este camino. Un pequeño de educación
inicial, no sabrá escribir, pero si podrá mencionar de dónde obtuvo la
información y cómo la obtuvo. Un niño de cuarto o quinto grado de primaria tranquilamente
puede mencionar el origen de la fuente que está empleando. Un adolescente de
quinto de secundaria estará en la capacidad de señalar desde el origen hasta el
valor y las limitaciones de la fuente empleada para su proyecto de ciencias o
para la exposición de comunicación.
En estos días de facilismo
académico y relajo (descuido) en la rigurosidad de la información que
manejamos, aportaríamos en gran medida proporcionando estrategias y
herramientas para que nuestros estudiantes tengan la oportunidad de mejorar el
pensamiento crítico, la oralidad y el discurso cotidiano con la consecuente
mejora de la ciudadanía activa-participativa que tanta falta hace en estos
tiempos de frustración y desencanto con nuestra realidad nacional.
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